sábado, 30 de mayo de 2009

La misión


Los inquisidores, aguafiestas, sabelotodo y canonistas se han apoderado de la iglesia. Lo que en sus inicios fueron pequeñas y ligeras barcas, capaces de navegar en golfos, esteros y puntas; hoy es un enorme buque de hierro, pesado y lento, que requiere puertos y mar profundo. En aquel tiempo eran pescadores, campesinos y hasta recaudadores de impuesto, el único requisito que se les exigió era seguir al profeta de Galilea; hoy se demanda doctores, maestros y sabios expertos en la ciencia de Dios, se hacen llamar eminencias y sueñan, muy clandestinamente, con el púrpura de la jerarquía. Aquellos eran predicadores itinerantes, felices discípulos que anhelaban compartir su experiencia pascual, compañeros solidarios dispuestos a morir por la fe y sus hermanos; dos milenios después, los caminos languidecen sin huellas, se prefiere la comodidad y el banquete palaciego, se discuten dogmas, se añora el latín y se excomulga a los vagabundos que irrespetan las alambradas de la doctrina. La plata, el poder y la fama han prostituido la vocación. Los viejos misioneros de antaño ya no inspiran a los grumetes que viajan en primera clase, con seguro  y azafata incluida. Hoy la sotana es sinónimo de status, una obsoleta indumentaria que garantiza visas y abre puertas en el extranjero, un negro pasaporte para escalar peldaños en la sociedad. Los misioneros de antaño suspiraban por África y las tierras musulmanas; hoy, las comunidades indígenas, los cantones y las barriadas no significan nada, el léxico misionero se gasta en congresos y en papeles de escritorio. La misión ya no hierve en la sangre de los religiosos de profesión. El último encargo del Crucificado-Resucitado cayó en desuso. Los nuevos discípulos se afanan por alcanzar prestigio, coleccionan títulos teológicos y se codean con los poderosos, pero olvidaron ser heraldos del reinado de Dios.

Jesús de Nazaret fue un profeta itinerante, un vagabundo de Dios, un soñador que recorrió las aldeas de Galilea; no buscó la fama ni el poder, pobre entre los pobres; amigo de tertulias y del vino, un laico que rompió los moldes religiosos de su época y no se dejó atar por los cánones de la ortodoxia del templo. Un peregrino que pasó haciendo el bien. Liberó a los poseídos por los poderes demoniacos que someten y esclavizan a los sencillos, sanó a los enfermos, curó las heridas de los marginados de aquella sociedad teocrática y anunció la buena noticia de la presencia del reinado de Dios. Llamó bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y a los perseguidos; sintió lástima por aquel joven rico que no fue capaz de desprenderse de su confortable seguridad. Su muerte sangrienta selló la fidelidad de su vida. Antes de retornar al Padre encargó a sus discípulos una misión que no se puede soslayar: predicar el evangelio. La buena noticia que se debe transmitir con el testimonio de una vida al servicio del prójimo, especialmente al más necesitado, al que las sociedades consumistas excluyen y aplastan, a quienes la maquinaria productiva desecha por viejos, enfermos e inútiles. Un evangelio que se debe proclamar sin reservas ni prudencias, sin mutilaciones ni torpes diplomacias, que no responda a la conveniencia política ni económica. La misión es proclamar la presencia del reinado de Dios a todo el mundo. El mensaje del Crucificado-Resucitado tiene que llegar con toda su fuerza profética a los señores que controlan este mundo, a los que gobiernan y a los mandan con su riqueza; es terriblemente escandaloso que se llamen cristianos, comulguen en las misas protocolarias y los bendiga la jerarquía eclesial… si se dedican a explotar a sus empleados, son corruptos y solamente les importa incrementar sus ganancias. La misión es predicar un evangelio que libere y sane a las víctimas de la intolerancia, que haga justicia a los mártires de la oposición, que inspire solidaridad y compromiso con los que sufren y están desamparados. Para predicar el evangelio de Jesús de Nazaret no se requiere elocuencia ni demagogia,  no se necesita ni hablar en lenguas ni ofrecer milagros… se exige autenticidad y compromiso hasta las últimas consecuencias.  




domingo, 24 de mayo de 2009

Amor solidario, liberador y comprometido


El humo indica fuego; la esvástica negra recuerda la vergonzosa ideología asesina que condenó a millones de judíos a la cámara de gas; y, la cruz… en este tiempo significa poco o nada.

Cruces hay de oro, plata, coronadas de rubíes, talladas en marfil; góticas, románicas, modernas; decoran iglesias, residencias, comercios, burdeles, palacios; las hay que adornan el cuello de políticos corruptos, el hábito de clérigos pedófilos, las armas de los asesinos, las caderas de las artistas, la coreografía de las bailarinas… También hay cruces de piedra, de olvido, silencio, maltrato, cruces insoportables para renegar de la vida; cruces miserables que apestan a hambre, a sangre y explotación.

La cruz dejó de ser un signo cristiano, ahora es el diseño exclusivo de la marca Cristian Dior, es la medalla teñida de sangre para los héroes de guerra, es el ostentoso decorado para las fiestas en las que, en una noche, se consume lo que mil obreros de una fábrica ganan en un mes.

Las estampas religiosas, los rosarios y las piadosas imágenes de vírgenes y santos tampoco pueden servir como distintivo de los cristianos; en esa extensa colección de amuletos y joyas mágicas se esconde la miopía evangélica, el ritualismo vacío y el comercio religioso. Los trajes de las cofradías y las medallas de los devotos solo descubren a los fanáticos y a los sectarios que en nombre de Dios aplastan a los que violan la ortodoxia oficial.

En la masa anónima que cabalga estrepitosamente en este cosmos secularizado ¿hay espacio para un signo cristiano? ¿Es posible, todavía, un signo que delate a los seguidores de Jesús de Nazaret, una señal inequívoca que de testimonio del mensaje de aquel profeta galileo?

Por supuesto hay que descartar cualquier objeto material del consumismo seudo-espiritual, los cristianos no se conocen por el hábito ni siquiera porque corren con una Biblia bajo el brazo. Jesús de Nazaret, en su discurso de despedida nos dejó el signo que distingue a los cristianos: “Os doy un mandamiento nuevo: ¡Amaos los unos a los otros! … En esto reconocerán todos que sois mis discípulos: si se aman los unos a los otros”.

El amor es la señal inequívoca que delata a los cristianos, la medida de ese signo es el amor de Jesús de Nazaret, el cual revela el amor de Dios, su Padre. Cristiano es el que ama como Jesús amó, no hay otra definición, no existe otro distintivo; el culto, la misa, la piedad, el don de lengua, el don de sanación, no sirven para nada si no hay amor; los sacramentos, la iglesia, el papa, el credo, no sirven para nada si no hay amor.

Hay que amar como Jesús de Nazaret amó; no se trata de un amor demagógico ni simbólico, no existe el amor espiritual que conjuga a conveniencia los intereses mezquinos con la caridad de limosna, la explotación con los sórdidos abrazos de paz; el amor de Jesús es solidario, liberador y comprometido.

Es un amor solidario capaz de romper las estrechas fronteras de los credos religiosos, que tiende la mano a quien lo necesite, aunque piense distinto y combata nuestras ideas. Amor solidario no es la penosa limosna que pretende lavar la usura, la explotación y la corrupción; tampoco es dar a los demás lo que sobra y huele a podrido; al necesitado no se le entrega la basura ni las medicinas vencidas. La solidaridad no es una inversión comercial que se cobra en el fisco o se divulga en los periódicos.

Es un amor que libera. Sentir lástima es bochornoso, es pisotear la dignidad de las víctimas; el paternalismo también es bochornoso porque esclaviza y condena; a los hombres no se les tira alpiste y se les corta las alas; no se les da un pedazo de pan y se les mantiene marginados. Ama quien lucha para romper las cadenas que oprimen, quien denuncia la injusticia y le enseña a los pobres a combatir la pobreza. El amor es el que impulsa a no someterse a los vejámenes que imponen las estructuras que solamente protegen los intereses del sector económicamente dominante.

Es un amor comprometido con los más necesitados, con los pobres que solo cuentan en las estadísticas gubernamentales; con los parias que cargan con la cruz de la sospecha; con los sin trabajo que no encuentran ninguna oportunidad para desarrollarse como personas.  Un compromiso que no es un discurso intelectual ni un sermón de domingo, que no es ideología ni oferta electoral.  Amar a los pobres es entregarse a ellos como lo hizo el profeta de Galilea, hasta las últimas consecuencias.

La única señal que distingue a los cristianos es el amor. Los cristianos son los que aman como Jesús de Nazaret, con un amor solidario, liberador y comprometido.


sábado, 16 de mayo de 2009

Amos, siervos y amigos


Desgraciadamente las iglesias se forman de amos y siervos. Los amos se imponen en nombre de Dios, se consideran los únicos intérpretes de la voluntad divina, los guardianes de la ortodoxia y los jueces que exigen obediencia ciega y absoluta. Los amos están en la cúspide, en el mundo intocable, en el Olimpo de los privilegiados; a ellos les corresponde decidir qué es lo santo y qué es lo profano, satanizan las rebeliones, excomulgan opositores y les sobran cadalsos y hogueras para ofrecer a quienes olvidan postrarse de hinojos. Los amos cobran el diezmo, consumen caviar, presumen el lujo como bendición divina y se codean con los poderosos que lavan sus fechorías con limosnas y obras de caridad. Los amos explotan a sus fieles, les hacen trabajar como esclavos, sin paga ni reconocimiento; los siervos no pueden olvidar el onomástico del amo, pero ellos son piezas desechables, sin nombre ni historia. Hay amos a todo nivel. Desde soberanos con púrpura y cátedra hasta pequeños dictadores de pueblo, sin olvidar los fundadores de cultos y los dueños de asambleas y grupos de oración. Los amos acomodan los sermones a sus intereses, multiplican las costumbres piadosas y vacían de contenido el Evangelio.

La comunidad de Jesús de Nazaret no estaba integrada por amo y siervos, no había jerarquías opresoras ni tribunales de inquisición; todos laicos, sin ningún privilegio clerical, sin grados ni precedencias. Aquella fue una comunidad de amor. El profeta de Galilea convirtió a sus discípulos en amigos, en entrañables compañeros que se entregan en cuerpo y alma al servicio de los demás. No les exigió credenciales de buena conducta  ni les obligó a permanecer célibes, los hizo amigos, partícipes de una comunidad dispuesta a cumplir la voluntad de Dios. El único requisito para pertenecer al grupo era amar como amó Jesús de Nazaret, sin límites ni medida, sin lógica ni cálculo, hasta las últimas consecuencias. Un amor que rompió los sagrados prejuicios y unió a pecadores, prostitutas, ladrones y piadosos; un amor que se tradujo en justicia y liberación para los oprimidos por el mal y los marginados de las estructuras de poder. La comunidad de Jesús de Nazaret fue una comunidad liberada y liberadora. Sin estructuras para oprimir y sin cargos para presumir. Los privilegios se reservaron para los pequeños, los pobres, las viudas y los enfermos; los social y religiosamente marginados fueron acogidos fraternalmente; se toleró las diferencias y se estableció como único principio distintivo: amarse los unos a los otros, como Jesús de Nazaret los amó.

La Iglesia si pretende ser la comunidad del Crucificado-Resucitado está obligada a desprenderse de siglos de poder, de símbolos medievales, cargas irracionales y estructuras feudales que le impiden ser una comunidad fraternal. Si la estructura  clerical, no se transforma en ministerio de servicio pastoral y en testimonio de amor martirial, actuarán como los dueños del redil, impondrán sus caprichos y olvidarán que solamente son los obreros de la mies del Señor. La Iglesia está llamada a ser metáfora del reinado de Dios, en el cual no existen dictaduras ni tiranías, amos ni siervos porque Jesús de Nazaret nos hizo amigos.



domingo, 10 de mayo de 2009

Los sarmientos


En las iglesias hay más estafadores de la fe que verdaderos creyentes. Hay pequeños y grandes farsantes que prometen el paraíso a cambio de diezmos; están los guardianes de la ortodoxia que defienden la minucia de la doctrina y se olvidan de vivir el evangelio; sobran los cobardes y prudentes que se esconden en el fanatismo espiritual y flotan en sus cielos místicos, pero ignoran el polvo y el fango de esta tierra; dan lástima los modernos predicadores que acomodan las exigencias evangélicas a sus gustos ligh, antes  convirtieron a Jesús en el  hippie de los setentas y hoy es un empedernido consumista cibernauta, practicante del zen, el fenchu  y el yoga. Las comidas fraternas de Galilea, aquel encuentro con pecadores y prostitutas, es ahora un lucrativo negocio con menús gourmet, alabanzas y ofrendas en efectivo. Los conversos, los iniciados, los dueños de cofradías y grupos pastorales se pavonean porque hablan en lenguas, huelen espíritus y son los elegidos del altísimo, pero todo el vigor se gasta en asambleas, retiros y cultos que adormecen, en liturgias sociales y estampas sosas. No hay compromiso, sólo incienso y ritos monótonos y aburridos, a los que no puedes faltar sin cometer pecado;   no hay opción por la justicia, sólo cultos maquillados con lágrimas, aplausos, risas y gritos que ocultan los intereses mezquinos de quienes se enriquecen en el nombre de Dios. Nos chantajean con  el infierno… para vaciar los bolsillos, para desmontar batallas y someter rebeldes. Los estafadores de la fe no son ramas auténticas, sus frutos son la expresión carnavalesca del egoísmo piadoso, sus obras son vacías porque están desgajadas de la vid verdadera.

Jesús de Nazaret es la vid verdadera, la única fuente de los frutos del reinado de Dios. Para producir obras de amor es imprescindible estar injertados en el profeta de Galilea. Hay que seguir al Crucificado-Resucitado, a Jesús de Nazaret, que compartió su pobreza con los desposeídos y marginados, que fue tolerante y no excluyente, que festejó la vida y abrazó impuros, pecadores, ladrones y miserables. Seguir a Jesús de Nazaret es aceptar la provocación evangélica que no deja espacio a la mediocridad; es cumplir la voluntad de Dios que nos llama a ser sal y luz en un mundo cercenado por la injusticia, el dolor y el egoísmo. El que sigue al Señor no puede ser un estafador de la fe, su liturgia será un encuentro personal con el Resucitado que lo impulsa a luchar por la liberación de los pobres y oprimidos; su compromiso comunitario no se limita a las fronteras confesionales, es hermano de todos, especialmente de los predilectos de Dios: los pobres. Su oración no es un sedante que adormece conciencias, es la fuerza indispensable para exigir justicia, respeto y dignidad. Su vocación es servir, entregarse a los demás; arriesgar la vida, si es necesario, para construir un mundo más justo y humano. Hay que permanecer unidos al Señor para dar frutos de amor, pero no hay que olvidar que no es la ortodoxia ni la iglesia institucional las que garantizan ser sarmientos de la vid verdadera; la Iglesia, es un camino y no la meta; la doctrina es una guía, pero no es el Evangelio… seguimos única y exclusivamente a Jesús de Nazaret.