viernes, 24 de diciembre de 2010

La primera navidad...



Estamos tan acostumbrados a las luces de fantasía, a los pesebres de marfil y a los regalos de los Reyes Magos que ya no es fácil creer en la primera noche de Navidad; hoy todo parece tan poético, la cueva o el establo es una escena romántica acaramelada con villancicos y finos presentes de las más prestigiosas marcas y de los precios más exorbitantes. Aquella noche fue diferente, quizás hubo estrellas, una fría noche iluminada por un cielo abierto sin fronteras, lágrimas y mucha ilusión, pero la escena careció de lujosos decorados, no había nada, sólo el amor de unos padres que con mantas viejas cobijaron aquellos sueños, aquella ilusión, aquel pequeño, frágil y tierno, el hijo de una de las parejas más enamoradas de este mundo.

Hoy le llamamos el Hijo de Dios, el Señor, el Cristo, pero aquella noche sólo era Jesús; un niño de una familia pobre, de una familia humilde y trabajadora, el hijo de José y María. Nos inventamos los ángeles, los pastores y hasta reyes porque nos cuesta creer que el hijo del Altísimo nació en el silencio anónimo y con todas las limitaciones de los pobres. Aquella noche fue única, marcada por el amor, un parto difícil porque aquel pequeño varón siempre fue inquieto, curioso, sonriente y llorón cuando los pechos de la joven María tenían poca leche, porque era hambriento como todos los pobres, un pequeño que dormía en el día y daba lata por la noche; pobre José que se desgració a pasearlo a los tres de la mañana, después quien aguantaba los gritos del niño pidiendo los brazos en plena madrugada.

En aquella primera Navidad no hubo regalos ni villancicos, sólo hubo la silenciosa solidaridad de Dios con los pobres y humildes, con los marginados y despreciados, los impuros, los que no tenían un puesto reservado en las primeras bancas del templo. La misteriosa e incomprensible solidaridad de Dios que se encarnó en uno de nosotros, en un inocente y desprotegido niño que durante nueve meses se había formado en el vientre de su madre María. Aquel pequeño sólo era un pobre más, el hijo de dos piadosos judíos que pacientes esperaban al Mesías prometido.

Una familia pobre que a diario luchaba para sobrevivir en aquella sociedad plagada de injusticias, una familia que confiaba en el Altísimo y esperaba la liberación del pueblo de Israel. José ni fue anciano ni marido postizo para María, fue su enamorado, el esposo que cuidó hasta los antojos de su mujer embarazada, el que pasó orando para que su primogénito naciera fuerte y sano para continuar con el negocio de la carpintería, el que si hubiese sido niña también saltaría de gozo, el que lloró cuando, por primera vez, cargó en sus brazos a su pequeño y sonriente hijo. José de Nazaret, el padre de Jesús, al que hemos convertido en viejo para salvaguardar la virginidad de su esposa, como si los viejos no fueran libidinosos y ávidos de lujuria; no, María no era tonta ni enferma para acompañarse de un viejo achacoso que pronto la dejaría viuda, María se enamoró de José, de aquel joven carpintero, piadoso y alegre que le amaba con locura, con quien, como toda doncella israelita, esperaba tener una familia numerosa, llena de niños y niñas correteando por el patio y jugando a las travesuras más creativas.

Hoy queremos convertir a José en un castrado, hoy aplicamos los cánones medievales de la virtud a una pareja que se amó sin reservas, que por fe aceptó el insondable misterio de la encarnación divina y le dio a Jesús una familia pobre, humilde y numerosa contagiada de amor y solidaridad. Aquella primera Navidad fue única, sin luces ni regalos, sin villancicos, sin reyes ni pastores, solo el amor y la solidaridad de una pareja que se amó radicalmente sin reservas.

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